Gloriosos Bastardos

por Santos Zunzunegui
Cahiers Du Cinema España Nº 28 Noviembre 2009

En una de sus intervenciones, a mitad de camino entre la expresión oracular y la boutade , Jean-Luc Godard explicó lo que le diferencia de Quentin Tarantino. Algo tan simple, señaló como que este último vive en el cine y, por el contrario, «es el cine el que vive en mí». No hace falta ser muy perspicaz para captar el alcance de la frase del cineasta suizo-francés, cada vez más convertido en melancólico custodio de las esencias de un cine ya desaparecido sobre el que, como dejan claro sus Histoire(s) du cinéma, se inclina en un gesto fúnebre de despedida. En el fondo, siempre lo hemos sabido, todo el cine de Godard ha girado en torno a la imposibilidad de hacer una película o, al menos, de hacerla cuando se ha perdido para siempre la inocencia de los clásicos. Hay que reconocer que, dado el punto de partida, la cosecha ha sido más que notable. 


Pero sucede que Malditos bastardos (Inglourious Basterds), la última película de Tarantino, tiene, entre otras muchas, la virtud de mostrar que el cine puede adoptar variantes multiformes en su manera de relacionarse lo mismo con los tiempos que le toca vivir como, en este caso muy concreto, con la Historia, territorio privilegiado de las últimas reflexiones godardianas. Sabemos que para el anciano maestro uno de los dramas del cine ha consistido en que, habiendo atravesado el siglo XX , ha fallado a la decisiva cita con la realidad que supusieron los campos de exterminio (nazis, pero también soviéticos: recordemos su brillante fórmula del Guläger), de los que no ha sido de capaz de dejarnos una imagen. Sin ahondar en la polémica estético-política que esta posición trae consigo, me limitaré a sugerir que esta manera de ver las cosas deriva del hecho de la supuesta (son palabras de Godard, de notable raigambre baziniana) «igualdad y fraternidad entre la ficción y lo real» . El realismo ontológico del cine es el que le obliga a levantar acta inapelable del mundo y de las cosas. El cine se concibe, bajo esta perspectiva, como notario de la realidad. Por supuesto las cosas son bien distintas para el cineasta norteamericano. Buena parte de la crítica ha destacado que Malditos bastardos intenta corregir el pasado a través del cine, proponiendo un reajuste retroactivo de la historia. Sin duda esta actitud tiene que ver con el hecho de que, para Tarantino, sólo parezca existir el territorio de la ficción. En su cine no se trata de sostener una alambicada reflexión acerca de la porosidad entre la realidad y la ficción, sino de afirmar el poder omnímodo de esta última. Aquí nos adentramos de lleno en un mundo posible, virtual, paralelo (aunque beba de las fuentes del pasado histórico) para crear un territorio liberado en el que sostener el poder de la voluntad de narrar: no ya el relato de una venganza, sino el relato como forma de venganza, de revisión tan exaltada como lúdica del tiempo pasado y sus injusticias.
En el fondo esta idea de reivindicar los poderes justicieros de la narración no es muy distinta de la que viene practicando en su último cine un cineasta tan consciente como Ak i Kaurismäki . Basta preguntarse por cuál es el sentido que cobran los happy ends de películas como Nubes pasajera s (1996), Un hombr e si n pasado (2002) o Luces al atardecer (2006), en las que la más negra descripción de las injusticias sociales viene acompañada, mediante un bellísimo uso de la justicia poética, de un final que sanciona el éxito de esos parias a los que todo parecía condenar al peor de los fracasos o de la imprevista irrupción en la ficción de un gesto de solidaridad que la tiñe de insólita esperanza. En el fondo, tanto Quentin Tarantino como Aki Kaurismäki pertenecen a esa raza de creadores que lo fían todo a la utopía de la narración y que prefieren el monumento al documento, por más que uno crezca sobre el humus que le ofrece el otro.
 

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